
Huérfanos de ética
El estreno de Hijos de la tierra celebra la trayectoria de Jacobo Penzo
Luis Laya
Una larguísima gestación finalmente dio a luz a un filme, notable en su singularidad, único en el paisaje de ese cine venezolano que se suele estrenar por estos días.
Hijos de la tierra, largometraje póstumo de Jacobo Penzo, supone una épica trágica que ya no es muy común encontrar en una filmografía nacional, la cual insiste con tozudez en lograr una identidad que le sitúe en el panorama internacional y, con igual consistencia, le fije en el imaginario del espectador del patio.
Debido a sus luces y sus sombras, la inquietud por si esta odisea fílmica consigue dejar una huella quedará flotando en el ambiente por un tiempo más. La trayectoria de Penzo, un artista integral de la imagen y la poesía, un enamorado del país y sus procesos socio-culturales, lo presenta atado a la tierra, sustrato que se refleja como símbolo de una idiosincrasia golpeada por la modernidad, una piel maltratada por la codicia foránea y defendida con armas menguadas por su pueblo pobre.
Hijos de la tierra es pariente de una prole donde figuran la accidentada e interesante En territorio extranjero (1992) y Cabimas, donde todo comenzó (2012). Sobre todo desde la primera, aunque con notables diferencias, se vislumbra el boceto de esta nueva entrega. La leyenda del oro negro, el dorado de la revolución industrial, guarda fatalidad y se construye como fábula histórica donde la ambición, la ceguera y la brutalidad se encuentran con un terruño virgen y una población depauperada.
Allí está la tramoya, el decorado frente al cual desfilan las desgracias, los planes aviesos y las intenciones imperialistas por la vía del control de las fuentes energéticas. Sin ser tratados de sociología histórica, las películas de Jacobo Penzo sobre la explotación petrolera sí suponen un estudio de la naturaleza humana, de gentes en tránsito hacia su propia destrucción, movidos por la sobrevivencia, el sueño del progreso o simplemente la avaricia.
Si en En territorio extranjero, Penzo se centraba en un grupo reducido de personas, dando un tono minimalista a su puesta en escena –aun en exteriores-, en Hijos de la tierra, la propuesta es coral, buscando la magnificencia de los escenarios naturales, la desolación de los espacios abandonados, el aullido de la comunidad transformándose, en movimiento por trascender. A la par de la epopeya popular, esa masa que desde cada rincón del país rural se traslada a la costa oriental del Lago en 1920, se dibujan en trazos a veces grotescos y caricaturizados, los resortes que impulsaron el hito petrolero.
Modesta, pero lograda, la ubicación de los contratistas norteamericanos y sus contrapartes británicos, nos ubica frente a las fuerzas profundas. Es la economía mundial a través de sus operadores, dando rienda suelta a sus apetencias. En contrapunto, la representación del ambiente nacional dominado por Juan Vicente Gómez, no resulta convincente en la primera parte de la trama.
Abundan en el guión las soluciones apresuradas y superficiales, los clichés históricos y sus personajes de opereta, donde el Ministro del Interior, aunque claramente un símbolo vampírico, se lleva la palma. Esa presencia incómoda de maniqueísmos dramáticos hace mella en la película, que sin duda intenta abarcar una fracción complejísima de nuestra historia contemporánea, plena de matices difíciles de captar con sutileza.
También luce débil la ambientación de la población margariteña, así como la caracterización de sus personajes tanto centrales como secundarios. Se echa en falta la presencia de un mayor verismo, de una cualidad rugosa cercana al documental, siendo suplantada por cierta visión idílica del pescador, subsidiaria de imaginarios televisivos complacientes.
En el caso de las poblaciones andinas y del territorio falconiano, el tema mejora, con una cámara y fotografía eficiente que a ratos sobrecoge. Servida ya la mesa visual, honramos ciertas actuaciones: en primer lugar, el arribista Carrillo, personificado con maestría por Daniel Alvarado, da cuenta de la calidad del recordado actor. Otras personificaciones convincentes son las del gringo Joe Rayder (Pedro Medina), la inderrotable Amanda (Yulyannys Medina) y Carlota (Indra Santamaría), la sensual amante de Carrillo, caracteres construidos con talento: sensibilidad actoral, respeto por el espectador y gestualidad justa.
Hijos de la tierra se presentaba, desde el proyecto, como una película muy dura de plasmar, de llevar desde sueño a realidad, debido a múltiples limitaciones. Con sus picos altos y simas desafortunadas, hay que anotar que, aunque supera los 100 minutos de duración, no se hace larga al ojo ni pesada en su estructura, lo que habla bien del dinamismo del guión, el cual mantiene interesado al espectador durante toda la proyección, logrando un buen balance en la ruta dramática hasta derramar un desenlace abierto que, no obstante, deja anudados sus cabos satisfactoriamente.
De resaltar el tratamiento del color y la luz; los vestuarios y dirección de arte en general, sin tacha, resultan un activo a disfrutar en pantalla. Sin embargo, el resultado es agridulce. Desde el relato, el pueblo campesino como víctima de una trama urdida desde adentro y afuera por los jefes y los corruptos de toda calaña, se nos presenta como sìmbolo de fatalidad y, así, se remonta el río de lo inevitable hasta el corto flash forward con que abre la película (imponente plano donde un barrio caraqueño se refleja en una torre de espejos).
Penzo murió antes de ver editada su película, aunque Sergio Curiel fungió muy bien como co-realizador desde su rol de editor, ajustando la estrategia narrativa. Ignoro qué habría sentido el maestro con el resultado final, pero allí queda su intención y legado como cineasta. Desde El afinque de Marín (1981) y La casa de agua (1984) el director mostró sus preocupaciones sociales, esa lucha íntima –y de antemano perdida- del hombre por satisfacer sus necesidades espirituales en medio del pillaje y un ambiente áspero.
La crueldad que no te da tregua cuando, ya presa de los apetitos, la rueda de la vida se echa a girar. El fracaso de una idea de país atravesada por la urgencia del brillo falso donde la ética, con su reticencia, pugna sin éxito por tomar un respiro.